Puerto Rico: Romper un toque de queda para salvar la vida
Durante las medidas de aislamiento obligatorio impuestas por el
gobierno en Puerto Rico, la violencia se incrementó en los hogares donde muchas
mujeres lucharon por mantenerse vivas. Esta
es la historia de una sobreviviente que se recupera de la violencia que padeció
a manos de su pareja
Texto: Jesenia Freitez Guedez/María José Martínez
Ilustración: Pierre Daboin | Antonio Ramírez
Infografía: Yordán Somarriba | Denisse Martínez
Valeria corrió desesperada en medio de la calle. El miedo que la envolvió agitó su respiración. Por un momento olvidó la sangre que salía de una de sus piernas. Eran más de las 9:00 de la noche, en una localidad de la región Este de la isla. Habían pasado dos horas del inicio del toque de queda obligatorio en Puerto Rico que, por orden de la gobernadora Wanda Vázquez Garced, se estableció para contener los contagios de COVID-19 en el país.
Eso, sin embargo, era en lo que menos
pensaba Valeria. Tenía una herida en la pierna producto de la caída que se dio
luego de una discusión con José, su pareja desde hace dos años.
Cuando Valeria conoció a José, ya era madre de una niña de
dos años, y a los pocos meses de vivir juntos, recibieron la noticia de que un
nuevo bebé venía en camino. Su vida
había sido muy dura desde siempre. Sin apoyo familiar y con la completa
ausencia del padre de su primer hijo.
Así que cuando comenzó su relación con José pensó que
tendría la oportunidad de “construir una familia”. Ella, con 22 años de edad,
él con 24. Ambos se mantenían estables, pese a lo que ella consideraba “problemas cotidianos de convivencia” y que “nunca
hubo indicios de que fuese un hombre violento”, pero en medio del confinamiento
José se quitó la careta.
José, era un trabajador informal o ‘chivo’, como les dicen
en Puerto Rico, quedó con pocas posibilidades de mantener el humilde hogar.
Ella estaba sin trabajo antes de la pandemia y él era el único que generaba
ingresos. La preocupación por la falta
de empleo era el justificante de Valeria ante su comportamiento, pero en
realidad fue el detonante de las
tensiones que se daban en el hogar.
Ese sábado, de la tercera semana del mes de abril, una discusión por reclamos fue escalando en
celos hasta tornarse más agresiva. De un momento a otro, relató, José pasó
de los gritos a los golpes. La tomó por el cuello y comenzó a asfixiarla,
mientras los menores se encontraban en otra habitación. Casi logra ahorcarla
con las manos, pero Valeria escapó. Al correr, tropezó con el florero de la
pequeña mesa de la sala.
Los vidrios impactaron en su pierna derecha durante la
caída. Aturdida y asustada, salió de la casa dejando a sus dos niños con José.
Corrió por las desoladas calles sin saber a dónde ir, pese a la orden de
confinamiento. En medio de los nervios se comunicó con la hermana de su pareja,
quien llamó a una de las organizaciones
que lleva un programa de ayuda para las mujeres en Puerto Rico.
“¿Estás es un lugar seguro? Respira, te vamos a ayudar,
necesitamos que estés bien y cerciorarnos de que la herida no es de gravedad.
No te vamos a dejar sola”, le dijo la representante de una de las
organizaciones que fue contactada por su cuñada.
Mientras intentaban calmarla, le pidieron que se pusiera a
salvo, junto a sus dos niños. Valeria respondía acelerada, lloraba. Le
preocupada la sangre que salía de su pierna producto de la caída, tanto, que
por instantes le pareció menos grave que José la hubiera tomado por el cuello
hasta casi dejarla sin respirar.
Aunque estaba aterrada por lo sucedido, se negaba a reconocer la violencia, e insistía en que su pareja “sería
incapaz de lastimar a los pequeños”. Y así sostuvo sus reservas hasta
evitar denunciarlo.
Por dos horas, sin atención médica mientras seguía
sangrando, Valeria estuvo acompañada por la especialista vía telefónica. Poco a
poco se fue acercando a su casa. Esperó otro rato en la acera, al frente de la
casa, con la mirada fija en las ventanas hasta que dejó de verlo en la sala. Agotada entró, buscó a los niños y durmió
en la sala, a pocos metros de la habitación donde se quedó José.
A la mañana siguiente, Valeria
se armó de valor. Tomó a sus hijos y con ayuda de una vecina se fue a vivir
a otro lugar. Hoy todavía carece de recursos para mantenerlos, pero tras el
suceso se ha mantenido en comunicación con la organización que la apoyó. Una
amiga le llevó una caja con alimentos y la organización se mantiene atenta
porque, aunque se mudó, el agresor vive en la misma ciudad. Ella jamás denunció por miedo a que, en el
transcurso del proceso judicial, él intente lastimarla de nuevo.
Casos como estos fueron frecuentes en las líneas de ayuda
que atendieron a las víctimas en Puerto Rico, asegura la vocera de una
organización dedicada a la atención de sobrevivientes en la isla y quien pidió
reservar su nombre y el de la ONG en respeto a la confidencialidad de la
historia de Valeria, cuyo caso llegó a sus manos.
“Lo único que queda es confiar en la comunicación vía
telefónica o en los mensajes que las víctimas pueden enviar cuando el
victimario está dormido o distraído. Sin duda, ha sido una gran dificultad cuando queremos certificar que estén bien
porque no podemos verlas, solo nos queda mantener las esperanzas de que sigan
vivas y a salvo”, expresó.
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