México: "Quien solo nos cuenta, no nos quiere vivas"
Sumario:
La violencia en todas sus formas está tan normalizada que los casos terminan
por convertirse en números y dejan fuera las historias de mujeres que han
perdido todo: la tranquilidad, la autoconfianza y hasta la vida. Por ello,
dicen activistas que “quien solo nos cuenta es porque no nos quiere vivas”.
Texto: Jesenia Freire Guedez/ Sandra Flores/ Zurya Escamilla Díaz
Ilustración: Ricardo Sanabria
Infografía: Grecia Nexans
Ilustración: Ricardo Sanabria
Infografía: Grecia Nexans
No era COVID-19
Un día
cualquiera, durante la cuarentena, Adela despertó mareada, con la boca muy
seca, el cuerpo pesado y sin apetito. Ya desde días antes, el dolor de cabeza
no la dejaba descansar y a eso se sumó un malestar insoportable en el estómago,
además de diarrea.
Para
entonces, llevaba un mes en confinamiento con su esposo a causa de la pandemia.
Temía –¡cómo no!– ir al hospital y
exponerse. Los síntomas no parecían de Covid-19, pero por las dudas decidió
consultar en uno de los centros médicos de Hidalgo, un estado al norte de la
Ciudad de México.
Mientras
tanto, en casa las cosas iban de mal en peor. La violencia, que por 35 años fue el pan de cada día de parte de su
esposo hacia ella, se había acentuado con el encierro: los maltratos eran
cada vez más recurrentes, conductas agresivas y el lenguaje excesivamente
violento. No conforme con lo anterior, le lanzaba un sinfín de advertencias y
frases amenazantes: "Espero que mueras pronto” y "Aun no decido si matarte o
no”.
Adela,
como siempre, trataba de contener esos episodios, pero no podía. A sus 63 años
de edad. sabía
que era necesario divorciarse. Tiempo atrás había dado un primer paso, cuando
dejó la recámara matrimonial y se mudó a la habitación vacía que había sido de
su hijo menor.
Dos
días después de consultar al médico recibió los resultados del estudio: los
síntomas eran de intoxicación, producto de las pequeñas dosis de veneno para ratas que su esposo le había estado
suministrando.
Ella huyó de su casa e interpuso una
denuncia, pero
hasta el cierre de este trabajo periodístico, el violentador seguía libre hasta
que los juzgados reabran e inicien las investigaciones. Por ahora solo tiene una orden de restricción.
Piensa
que corrió con suerte, que vivió para contarlo y tiene razón. El camino le
resulta doloroso, pero ya nadie la detiene.
Influencias que pesan más que la maternidad *
A más
de 120 kilómetros de distancia, la violencia acerca a Adela con María, quien
vive en Tlaxcala.
María ya no quería un golpe más, pero los soportaba para poder
estar cerca de sus hijos, de 5 y 7 años. Aunque su red de apoyo era reducida
porque es oriunda de otro estado, su situación era un secreto a voces en la
comunidad.
Cuando
se armó de valor y a escondidas de su esposo se preparó para solicitar la
custodia de los niños, pero él se le adelantó. Los violentadores conocen a sus víctimas, siempre están al acecho y
actúan de inmediato cuando se ven descubiertos. El esposo de María sacó a los niños de la casa con el pretexto de
llevarlos con la abuela, pero regresó sin ellos.
Sí, sin
los niños, pero con una furia tal que se abalanzó contra ella para golpearla
una vez más. Cuando sació su sed de violencia le advirtió: “Si quieres, vete,
pero a ellos no te los vas a llevar”.
Era de noche, pero aun así la echó de la casa.
Desesperada,
María pidió apoyo vía telefónica y le sugirieron denunciar, ponerse a salvo y
buscar un albergue.
Los
consejos eran bienintencionados, pero ella no acudió al Ministerio Público por
una poderosa razón: su cónyuge tiene
vínculos familiares con la policía municipal.
Fue una
noche larga para María, horas de angustia por lo que habría de venir y con el
temor de no volver a ver a sus hijos. Cuando al fin amaneció, sin pérdida de
tiempo salió a buscarlos en la casa de
su suegra y, para su sorpresa, encontró una patrulla de la policía apostada
enfrente, ¡cual si esperaran a una delincuente y no una madre preocupada por
sus hijos!
Sí, le
permitieron quedarse con la advertencia de que los oficiales tenían indicaciones de no dejarla salir con los niños…
Desde
ese momento, la organización que orientó a María en su llamada de auxilio no
volvió a saber de ella. Hasta el cierre de esta investigación, no se comunicó
de nuevo y ni se conoce su ubicación, pero quienes conocieron sus antecedentes
de violencia temen por su vida.
Sin respuesta del 911
María no conoce a Linda, pero como muchas otras mujeres en situación de violencia, tienen una conexión indignante y real: han sido revictimizadas a través del chantaje debido a la influencia de sus victimarios con el poder político o judicial.
Linda había obtenido la custodia completa de su hija después que su
expareja se la llevara con engaños por dos meses. Atrás habían quedado los días
de conflicto, o al menos eso pensaba ella. Por eso, el 30 de abril llevó a la
niña, de 4 años, con su expareja para festejar el día del niño.
En la
celebración estuvieron presentes los abuelos de su hija (el padre y el
padrastro de su exesposo), y al finalizar le pidieron dejar a la niña para que
pasara la noche con ellos.
No sin
temor, ella accedió porque pensó: "Finalmente son su familia”.
Además, le hicieron la promesa de
regresársela la mañana siguiente, pero eso no sucedió. Lo que recibió fue
la notificación de una denuncia donde la acusaban de abusos contra la menor y,
sin pruebas, comenzó nuevamente una batalla legal.
Al
salir de una de las audiencias, Linda
intentó acercarse a la niña que la llamaba con los brazos extendidos desde
el interior de un carro. Ni un contacto, ni una caricia le permitieron porque,
de inmediato, subieron el vidrio de la
ventanilla sin importar que sus manos quedaran atrapadas y lastimadas. Para
completar la escena, el padrastro de su expareja la lanzó al suelo para
alejarla del vehículo.
Sin
demora, Linda llamó al 911, pero su
decisión motivada por el dolor de madre se estrelló contra el muro de la
realidad: no hay delito que perseguir
porque fue el padre de la niña quien se la llevó.
Esto
ocurría antes del 15 de mayo, cuando el presidente de México, Andrés Manuel
López Obrador, aseveró que el 90 % de las llamadas a este número por violencia
contra las mujeres son falsas. ¿Lo son?
Un
oficial a bordo de una patrulla auxilió a Linda. En el trayecto, cuando la
conducía al Ministerio Público,
se cruzaron con el padrastro de su expareja.
Sí, el
policía lo detuvo. Sí, lo presentó ante las autoridades… Y sí, también, les
concedieron libertad gracias a sus conexiones con el poder judicial.
El proceso
legal continúa. Es el abuelo quien pelea la custodia porque el padre de la niña
confesó ser adicto a las drogas y el alcohol. Actualmente, la pequeña se
encuentra en resguardo en el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la
Familia de México (DIF).
“Lo que más me preocupa es que me quiten a
mi hija y que
usen sus influencias para manipular la situación”, lamenta Linda.
El juez que no quiso escuchar
El
chantaje es uno de los recursos de los violentadores, que se valen de lo más sagrado para consumarlo: los hijos.
Esa es
la experiencia de Claudia, que comparte con Linda el dolor de estar apartada de
su hija y no poder ni verla.
Tras un
mes de cuarentena, Claudia descubrió la infidelidad de su esposo y se
separaron. Al principio, todo estuvo en calma; hasta parecía que la decisión
había resultado favorable, pues él
comenzó a dedicar a su hija más tiempo del que le había dedicado desde que
nació, diez meses antes.
Cuando
Claudia le informó que tramitaría una pensión alimenticia, él pidió volver y
comenzó el chantaje. “Te conviene, piénsalo”, le dijo, pero ella no estaba
dispuesta a dar marcha atrás. Lo vio irse tranquilo, así que los sucesos del
siguiente día fueron sorpresivos: él
entró a la casa, la empujó, la pateó en el suelo y la dejó tirada y lastimada
antes de llevarse a la niña.
“Inmediatamente llamé al 911”, narra con voz entrecortada, pero la operadora le negó el apoyo por
tratarse de una situación familiar, y no pudo activar una Alerta Ámber
(usada en casos de desaparecidos) porque fue el padre quien se llevó a la
menor.
Claudia
recurrió a Mujeres con Poder para recibir asesoría, y días después lograron
iniciar un protocolo Alba (proceso para la atención, reacción y coordinación
entre los tres niveles de gobierno cuando existe el extravío de mujeres y
niñas) y un proceso familiar para recuperar a la pequeña.
A tres meses de distancia, desconoce el
paradero de su hija,
pues el padre se ha negado a presentarla pese a la dictaminación del juez y a
una orden de protección que le impide salir del estado. Sin embargo, el juez ha
omitido implementar medidas de apremio -que incluyen orden de aprehensión y
cateo- aun cuando se presume que la pequeña se encuentra en el vecino estado de
Puebla.
Su
abogada inició un amparo ante un juzgado de distrito por la inacción del juez
ante el desacato del hombre y sus insultos a la mujer en las audiencias. Como
respuesta, el juzgador emitió un acuerdo
donde exhorta a la pareja a dejar la “disputa encarnada” por el bien de la
menor y dictó una custodia virtual, figura no contemplada por la ley.
Por lo
pronto, están a la espera de que las
instancias federales tomen acciones ante la omisión de este juzgador y la
desprotección en que ha dejado tanto a una madre como a una niña.
Incomunicada y alejada de su familia*
En otra
ciudad de México, Guadalupe comparte con Claudia y Linda la pena de no poder
ver a su hija, que no es una niña, pero sí una mujer violentada por su pareja.
Guadalupe no concilia el sueño, porque desde que inició la
contingencia no ha podido comunicarse
con su hija Ana ni con sus nietos.
Durante
años, con dolor de madre ha visto cómo ella
trata de ocultar los golpes que le propina su pareja, y cómo su actitud se
ha vuelto cada vez más nerviosa y temerosa.
Guadalupe
y su otra hija han ofrecido a Ana toda la ayuda necesaria para que salga de la
casa de su violentador; quieren ponerla
a salvo junto a sus hijos, de 4 y 12 años, pero ella se resiste y por eso sospechan que ha recibido amenazas.
El
victimario actúa sin miedo porque es hijo de un conocido abogado, defensor de violadores, que cuelga sus
victorias con orgullo. Irónicamente, a Guadalupe le fue impuesta una orden de
restricción que le impide acercarse al sitio donde Ana y los niños están
incomunicados.
Guadalupe
sigue sin dormir, y así seguirá hasta saber que su hija está a salvo.Violencia desde el noviazgo*
La
violencia no discrimina estado civil y Alma lo sabe.
Una
tarde de abril, durante la cuarentena, esta joven de la Ciudad de México acudió a la casa de su novio para pasar
juntos un rato agradable, entre películas, comida y alcohol.
Él se
durmió tras unos tragos y ella se entretuvo con su celular, pero esa fue la
causa del problema. Cuando él despertó, comenzó
a cuestionar con quién chateaba, a gritos la insultó, la acusó de infiel,
la golpeó, le arrebató el teléfono y lo estrelló contra el piso.
Sin
embargo, no había saciado su furia. Aún
le faltaba arrastrarla hacia la cocina, pero se detuvo un instante para
levantar el teléfono de Alma y revisar con quién había hablado.
Ella
cuenta –y lo cuenta con dejo de culpa– que aprovechó el momento para tomar el
celular de su novio y lanzarlo contra el piso también. Él, enfurecido, la
emprendió de nuevo a golpes contra ella hasta cansarse, y después la mandó a
buscar su celular.
Alma
obedeció, pero no desaprovechó la ocasión para preparar su huida. De prisa, colocó el bolso, las llaves y su ropa junto
a la puerta, pero él la sorprendió y al verlo encaminarse hacia ella empezó
a pedir auxilio a gritos.
“¿Qué
haces? Detente, me vas a meter en un problema”, le reclamó, y después la llevó
a la habitación y la obligó a sostener
relaciones.
“Por
miedo a que me siguiera golpeando lo hice y fingí”, reconoce Alma, quien esperó
a que volviera a dormir para salir rumbo a la carretera, donde abordó
transporte público.
Él la ha buscado y recurre nuevamente a la
culpa: “Así no pasó, perdóname”, repite, pero ella no se retracta y el proceso legal
por estos hechos, acompañado por el Centro de Estudios y Desarrollo Humanista
de Tlaxcala, sigue en curso.
Vivir el abuso en silencio
La
violencia durante el noviazgo une a Alma con Karina, quien quedó cautivada al
instante cuando conoció a Juan Carlos.
Cierto
que era serio y distante con la gente
que la rodeaba, pero ¿qué problema podía haber con eso si le dedicaba
gestos y detalles que la hacían sentir especial?
Sin
embargo, poco a poco la relación empezó a enturbiarse. Los reclamos iniciaron
como simples preguntas –“¿Por qué te
pones esa ropa?”, “¿con quién hablas por el celular?” –, pero al paso del
tiempo se convirtieron en insultos, ofensas y expresiones denigrantes.
Peleaban
tanto que Karina pasó a estar siempre deprimida, sin apetito ni energía, y no
era para menos, se alejó de sus amistades y dejó de salir con
amigas para no molestarlo.
Aquel
Juan Carlos detallista y cautivador degeneró en patán grosero, que la
manipulaba y persuadía de que ella tenía la culpa de todo porque provocaba sus
impulsos violentos.
El
acabose llegó al iniciar la pandemia. Juan Carlos intensificó sus acciones controladoras
con el pretexto de que solo intentaba
cuidarla, y le pedía ubicación a toda hora y la llamaba para saber qué
estaba haciendo… No atender la llamada por cuestiones de trabajo en la oficina
convertía a Karina en blanco de gritos e insultos, que su fiero novio no
contenía.
Ella accedía a todo para evitar conflictos sin saber que, según expertos, la violencia psicológica implica coerción,
aunque no haya violencia física, y la coacción psicológica es una forma de
violencia.
Cuando
contó detalles de su relación con Juan Carlos a sus amistades, recibió
advertencias que la pusieron en alerta: eran actitudes violentas que podían
llegar a la agresión física. Ahora ella quiere terminar la relación porque sabe que no dejará de ser violento, si ni
siquiera admite que lo es. Él, por su parte, se aferra e insiste en que
pueden solventar la situación.
Ella no se veía como víctima, pues quien sufre violencia
psicológica tarda en ver el problema. La ausencia de golpes físicos resta peso
a la agresión que hay en el insulto y la coacción.
Karina
sigue con Juan Carlos por temor a sus reacciones, pero ha buscado apoyo
psicológico porque quiere reencontrar en el espejo su reflejo perdido,
desdibujado en los años de abuso.La indiferencia también duele
Al
igual que Karina, Amanda sufrió violencia psicológica que, en su caso, con el
tiempo pasó a la agresión física.
Para
ella, las discusiones alternadas con
prolongados silencios eran estilo de vida en pareja, pero hace seis años
decidió separarse porque los golpes emocionales se tornaron físicos.
Sin
embargo, la violencia contra Amanda continuó. Él la manipuló para vulnerar su
decisión a través de la dependencia económica y la culpa por la separación, y una vez que la convenció de volver, la
violencia emocional se reinstaló de nuevo entre los dos.
La
pareja de Amanda acostumbra llegar ebrio a la casa. Ella expresaba su molestia,
pero él no discutía; solo la ignoraba. “La
indiferencia para mí era muy fea, como si me estuviera golpeando… Su
indiferencia me dolía mucho”, explica mientras intenta contener el llanto.
Pero no
era lo único, admite que varias veces, bajo
presión, aceptó sostener relaciones sexuales que no le satisfacían, que la
lastimaban física y emocionalmente. Por eso, meses después, dejó de dormir con
él y empezó a compartir habitación con su hijo de 11 años.
Ya no
había agresión física, pero sí golpes emocionales no menos duros que la
alertaron. Cuando hablaba con otras
mujeres que sufren también malos tratos y presiones en su vida sexual, así
como la indiferencia de sus esposos y el distanciamiento con familia y amigos, supuso que era normal e intentó
justificarlo, pero hoy sabe que esa no es la vida que desea.
A una
semana de iniciado el confinamiento, Amanda decidió aplicar tolerancia cero
para no llegar al límite de nuevo. Sí, le preocupaba ser ella quien saliera de
la casa que le pertenece, pero el apoyo de su hijo fue su fuerza.
“Yo voy
a donde tú vayas, mamá”, le dijo su hijo, quien muchas veces pudo ver las
agresiones de su padre hacia ella.
“¿Te
acuerdas cuando mi papá te pegó en tu ojo?”, solía preguntar cuando era más
pequeño, porque no olvidaba una agresión que ocurrió cuando tenía apenas 3
años.
La
comprensión del niño apuntaló la seguridad de Amanda, quien se refugió con su
otra hija y espera que ese hombre, con quien vivió 15 años, abandone su casa
para poder regresar.
Él
parece conforme y ella está firme en su decisión, pero teme que, en el desconfinamiento,
al retomar la normalidad, se derrumbe la paz que ha construido.
Por el
momento, no habla mucho del tema ni
quiere opiniones. Esta vez es diferente porque cuenta con el respaldo de su
familia, y no olvida que pudo sostener a su hija mayor con su trabajo como
estilista durante 11 años, antes de iniciar una vida con él.
Está acostumbrada a ser independiente y sabe que
saldrá adelante: “Soy una mujer poderosa que va a poder sacar los gastos. A veces nos
dejamos llevar por una vida de normalidad, entre comillas, porque siempre he
tenido que trabajar y aportar a la casa, no tengo miedo ahora y sé que voy a
poder lograrlo porque ahora soy fuerte y libre para reconstruir mi vida”.
*Casos compilados por el Centro de Estudios y Desarrollo Humanista de Tlaxcala, A.C. (CEDHUT)
Los nombres aquí mencionados fueron cambiados a fin de resguardar la identidad de las personas.
Los nombres aquí mencionados fueron cambiados a fin de resguardar la identidad de las personas.
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