Guatemala: La "paz" que Ema no ha conocido
Ema nació mujer, indígena y en una familia. Sufrió violencia física,
psicológica y sexual de quienes se suponía debían cuidarla. En su hogar los
mandatos sociales del silencio y la sumisión fueron más fuertes que la
posibilidad de acceder a la justicia.
Texto: Silvia Trujillo
Ilustración: Johnny Lain | Antonio Ramírez
Infografía: Yordán Somarriba | Denisse Hernández
Tres
mujeres entran al Ministerio Público
de Chimaltenango, la cabecera del departamento que lleva el mismo nombre a
escasos 30 kilómetros de la ciudad capital, Ciudad de Guatemala. Ema va en el
medio, flanqueada por dos mujeres de su comunidad quienes la acompañaron a
poner su denuncia. Es temprano aún, pero las tres se levantaron antes del
amanecer para llegar a tiempo a la oficina pública y poder regresar a su
comunidad antes del inicio del toque de queda.
A
partir del 17 de marzo, en el marco de las medidas excepcionales por la
pandemia de COVID-19 asumidas por el gobierno de Guatemala, se suspendió el
transporte público urbano y suburbano y cinco días después inició el toque
de queda de 12 horas: desde las 4:00 pm a las 4:00 am del día siguiente, para
luego ser modificado unos días más tarde desde las 6:00 pm a 6:00 am. Así que, sin transporte público, si no
hubiera sido por el apoyo de la organización de mujeres de su comunidad,
ella hubiera tenido que caminar, pedir jalón o endeudarse para poder
llegar a la ciudad y, seguramente, no le hubiera alcanzado el tiempo
para regresar.
Lograron
encontrar a alguien que les ofreció transporte y llegaron. Durante el
trayecto montañoso volvió a repasar todas las dificultades y violencias que
ha enfrentado para llegar hasta allí. El viaje para Ema no fue de 40
minutos sino de 24 años de un continuum de violencia que aún no puede contar
en su totalidad.
Ema
nació en una aldea de un municipio ubicado en una de las regiones más
castigadas por el terrorismo de Estado, donde el cuerpo de las mujeres
se convirtió en el campo de batalla por el que se pretendió eliminar a los
pueblos mayas durante el conflicto armado interno que duró 36 años (1960 -1996)
De hecho, en 1996, cuando Ema nació, se firmaron los Acuerdos de Paz,
pero ella no ha sabido de paz. La guerra ha seguido perpetuándose en su
cuerpo.
Es
la menor de seis hermanos y hermanas: tres hombres y dos mujeres más. Su
familia, como la mayoría en esa región, ha vivido en la pobreza. Sus
ingresos provenían de la venta de los productos que toda la familia
cultivaba, pero solo el padre recibía el dinero porque era él quien los
vendía en el mercado del municipio. Nunca compartía lo que ganaba con el resto,
pero así eran las cosas y nadie lo cuestionaba. La casa era pequeña, con
paredes de adobe (bloques elaborados de tierra) y piso de tierra; en un espacio
se cocinaban los alimentos y en el otro dormía toda la familia.
Durante
su infancia tuvo que apoyar a su madre y hermanas en las tareas de la casa y
servir a su papá y hermanos. No quedaba mucho tiempo para jugar entre hacer
tortillas, lavar ropa, ayudar a cocinar y hacer la limpieza. Entre tantas
actividades y por la situación precaria, Ema no fue a la escuela, nunca
aprendió a leer ni a escribir, tampoco a hablar castellano, según su papá
“no iba a necesitarlo” porque en su municipio 97% de la población es maya
kaqchikel. En Guatemala conviven 22 comunidades lingüísticas mayas
quienes, de acuerdo con el último Censo Nacional de Población (2018),
conforman 41.7% de quienes habitan el país. De ese total, un poco más de
un millón de personas son de la comunidad maya kaqchikel (17%) y habitan en
la región del altiplano central conformado por lo menos por cuatro
departamentos: Sololá, Chimaltenango, Sacatepéquez y Guatemala.
La
misma situación de pobreza, la inexistencia de servicios públicos de salud
cercanos y el hecho de ser niña en un país que las violenta, pudieron ser la
explicación para que nadie advirtiera que Ema padecía una enfermedad crónica
del sistema nervioso y debía ser atendida. En la actualidad, cuando ella se
pone muy nerviosa o está muy cansada, aún padece la crisis que, incluso, la
hace perder el conocimiento, sin embargo, cuando le preguntan, comenta que nunca
ha sido tratada porque esos ataques “se pasan solo así, como vienen se
van”.
Las
mujeres de la familia aprendieron a convivir con los golpes y los malos
tratos, tanto su mamá como ella y sus hermanas los vivieron permanentemente, no
solo de parte del padre sino también de los hermanos que crecieron y emularon
la violencia paterna. Y cuando las niñas transitaron a la adolescencia, la
situación se agravó. Las hermanas mayores comenzaron a vivir abuso y
violencia sexual por parte del padre, unos meses antes de su primera
menstruación. Ocurría por las noches cuando los demás dormían. Y, un tiempo
después, siguiendo la costumbre familiar, los hermanos comenzaron a
abusar de ellas también.
Ema
no sabe si su mamá se dio cuenta alguna vez de lo que sucedía, ella era
muy chica aun, pero sí recuerda que cuando su hermana Cristina, la mayor, resultó
embarazada la mamá la golpeó. Después, todo siguió como si nada
hubiera pasado y, por miedo, la madre calló y lo normalizó. El silencio
se impuso, nadie intervino y el hijo de Cristina nació en la casa con la
asistencia de una comadrona, como sucedía en aquel momento con 73% de los
partos de la región. Cuando pudo,
tomó al niño y se fue de la casa a trabajar a un municipio cercano. Allí
viven aún hoy.
Las
violaciones sistemáticas continuaron hacia la otra hermana, la del
medio, y hacia Ema, quien al no encontrar otra salida se comunicó con Cristina
para que la ayudara a escapar de esa tortura. Y, repitiendo la historia, en
cuanto pudo, huyó.
A
pesar de la ruptura con su entorno cotidiano, Ema consiguió trabajo en una tienda
donde le ofrecieron, además, un lugar para vivir y donde se adaptó
rápidamente a su nueva rutina. Trabajaba muchas horas, pero pudo experimentar
eso que todo el mundo llama paz, excepto por el dueño de la tienda que era
un poco gritón. Nadie la molestaba ni le pegaba y, además, conoció a Sara,
una mujer de la comunidad con quien trabajaba, que se transformó en su amiga y
cómplice. Con ella, Ema conoció la sororidad o Ru ch’itul (apoyo) que,
aunque no signifique estrictamente lo mismo porque no existe una palabra en su
lengua para decirlo, para ella significó vivir la hermandad de una
manera que antes no había conocido.
Tampoco
supo qué palabra usar para nombrar la violación sexual que sufrió
después en su nuevo hogar, y lugar de trabajo, porque tampoco existe una
para definirla en el idioma kaqchikel.
Se nombra como k'ayew tal jun ixoq man rajota ni k'oje kin jun achín, es
decir “cuando una mujer no quiere estar con un hombre”, pero su lengua
carece de un término que pueda traducirlo literalmente.
La
“paz” de Ema se esfumó. En
el marco del confinamiento y sin posibilidades de pedir apoyo por el
aislamiento social, fue violada en su trabajo. Fueron noches en las que regresaron
todos los recuerdos, todo el asco y el terror vivido en su casa. Para
cuando Sara se enteró ya había transcurrido más de una semana del hecho,
entonces, la puso en contacto con una organización de mujeres mayas donde Ema
encontró el espacio y la confianza para narrar lo ocurrido. Recibió allí
orientación legal, apoyo terapéutico y, más tarde, el acompañamiento de una
intérprete. Sin embargo, insistió en
que la denuncia solo se haría por las violaciones acontecidas en su
trabajo. Del pasado no hablaría, está sellado.
No
existen fiscalía ni oficina de atención para poder presentar denuncias por estos delitos en el
municipio donde vive Ema. Cuando lograron llegar al Ministerio Público en la
cabecera del departamento, ya habían pasado tres semanas y de todo lo establecido
en el Protocolo de Atención a Víctimas y Sobrevivientes de Violencia Sexual,
vigente en Guatemala, casi nada se cumplió. Aunque dicho protocolo establece
que el Estado debe proveer los servicios de una persona interprete, eso
no sucedió en el caso de Ema; por eso, la representante de la
organización que la apoya, la acompañó y ayudó a traducir la denuncia ese
día. Lo hicieron además junto a una psicóloga, quien debió reconfortarla
ante el estrés que manifestaba cada vez que recordaba con dolor lo sucedido
en su nuevo trabajo.
Aquel
día no la remitieron al servicio de atención médica, pero sí fue enviada
al Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) donde le practicaron un
examen de reconocimiento médico por violencia sexual, del cual aún está
esperando resultados. No le brindaron atención en el hospital nacional,
donde se suelen atender estos casos, porque la prioridad fue el COVID-19. En su
defecto, la atendieron en el Centro de Atención Permanente de su comunidad
donde le tomaron las muestras para los exámenes de laboratorios, los cuales le confirmaron
que no está embarazada. Ni el kit profiláctico de emergencia, ni las
medicinas que contempla el protocolo le fueron entregadas y hubo que
adquirirlas por medio del apoyo de una persona que colaboró para su compra.
El
proceso legal recién está iniciando. La audiencia de primera declaración
por la violación sexual del presente aún no ha sucedido y el calvario de Ema
no ha terminado. Por las del pasado no hubo ni habrá orden de captura en
contra del padre ni de los hermanos, ni siquiera fue necesario que ellos
tuvieran que huir, porque ni Ema ni sus hermanas quieren recordar y la sociedad
aún no está preparada para escuchar sobre su dolor o reconocer como válido su sufrimiento.
Sucedió con las mujeres que lo vivieron durante el conflicto armado y se
perpetúa en la actualidad; por eso, muchas de ellas siguen viviendo las
experiencias de violación sexual como si la “vergüenza” fuera suya y se ven
obligadas a guardar silencio. Ellos, los del pasado y los del presente,
siguen impunes.
Ella
ha tenido que regresar a su habitación en la tienda, vulnerable frente
al perpetrador, porque no tiene otro lugar adonde ir. La asociación de
mujeres que la apoya no cuenta con albergues para recibirla y los del
Estado no están cerca, y los que existen no brindan atención a nuevos casos
por la emergencia del COVID-19.
Mientras
tanto en Guatemala y en América Latina grupos de mujeres han puesto su grito en
la calle para decir “No me cuida el Estado, me cuidan mis amigas” y así
ha sido para ella, aunque no sepa de la existencia de este movimiento. La
organización que la ha acompañado, aun cuando no ha podido resolver en lo
inmediato la situación, está trabajando para sanar su memoria corporal y
brindarle la atención que le permita a ella, a su hermana y a otras mujeres
romper el silencio y crear las condiciones para que no tengan que volver a
vivir nunca más una situación como las que les ha tocado enfrentar.
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