España: Testimonios desde el confinamiento
Sumario: En la violencia de
género están las heridas más visibles de la violencia física y otras más
difíciles de percibir, pero igual de dolorosas, como la violencia psicológica.
Dos españolas, cuyos nombres hemos cambiado para resguardar su identidad, nos
hablan de su experiencia en el confinamiento, y cómo el encierro agravó el
maltrato que estaba presente mucho antes de que se propagara el virus, y que si
no se toman las medidas necesarias podría ser más letal que el COVID-19.
Autoras: Por Nastascha Contreras y Nadia Gonçalves
Ilustración e infografía: Grecia Nexans
Cuando comenzó el confinamiento, Natalia (27 años) supo que para ella y sus dos hijas (de 8 y 3 años) comenzaría un calvario. Desde hace una década vivía con su pareja, en una localidad de Córdoba, y durante ese tiempo sufrió los distintos tipos de violencia machista que puede padecer una mujer. Curiosamente, cuando se decretó el estado de alarma en España, el 14 de marzo, empezó para ella el fin del confinamiento como víctima.
Corre el año 2010,
Natalia, una chiquilla de 16 años, conoce a José de 20 años. En la radio no
para de sonar el “Waka-Waka” y todo el mundo habla del Mundial de fútbol en
Sudáfrica. Llega el flechazo, primer amor. Al cumplir 17 años, cuando sus
padres se mudan, ella y su hermano se quedan, José se muda a su
casa. El tiempo pasa rápido, al cumplir un año de novios, ella espera su
primera hija.
“La primera vez que
él me pegó yo tenía siete meses de embarazo. Yo no sabía cómo reaccionar, no me
lo esperaba. Me pidió perdón, y han ido pasando los años y cada vez ha ido a
más…”
El día que el
gobierno español anunció el Estado de Alarma, José, que por razones de trabajo
solo estaba en casa los fines de semana, comenzó a convivir con ellas a diario.
Natalia ya no solo debía adoptar
las normas del Real Decreto, dentro de su
piso, su marido dictaba sus propias normas: no podría salir a comprar comida,
le quitó el móvil, no le dejaba hablar con sus amigas y familia. Para él, las
reglas eran más flexibles.
“Estaba aquí todos
los días… todos los días rompía el confinamiento para salir a consumir
(drogas), todos los días bebía alcohol, y las cosas fueron a peor porque me
rompía todo, rompía los juguetes de mi hija, rompía el televisor, rompía
cuadros, me pegaba, le pegaba a las niñas”.
En 2011, Natalia
interpone una denuncia con orden de alejamiento contra su pareja, pero la
retira, él cambiaría, pensó ella. Recuerda que una semana después José le
propuso matrimonio. Al año se casaron y recibieron felices las llaves del piso
que compraron. En 2016, llega su segunda hija. Pero tras la puerta de ese nuevo
hogar, la violencia sigue presente.
“Un día vi un
programa en televisión y vi que salía Ana Bella Estévez, que había creado una
fundación de supervivientes de violencia de género, y la busqué en internet. En
su testimonio contaba cosas que a mí me estaban sucediendo. Yo era consciente
de que me maltrataba físicamente, pero no de todas las otras cosas que
me hacía: no me dejaba salir, no me dejaba hablar con mi familia. Creía que él
lo hacía como un bien para mí, pero estaba privándome de mi libertad y de mis
derechos como mujer”.
Cuando ya no quiso
estar con él, el agresor comenzó a golpear también a las niñas. Es abril de
2020, una semana antes de que Natalia lo denunciara, José golpeó a su hija
mayor que terminó en urgencias, tuvieron que ponerle puntos en su cara. Esta
fue la última llamada de atención para ella, no podía esperar más: él tenía que
alejarse.
"No
quiero estar contigo ya más porque tú le estás pegando a las niñas".
El día que Natalia
decidió salir de casa, se vistió y guardó los documentos de propiedad de su
casa, dinero y sus llaves. No pudo esperar a que José saliera, al darse cuenta
de que ella se iría con las niñas, él destrozó todo, tiró sus llaves por la
ventana, destruyó la tableta de su hija, rompió las tarjetas bancarias y
forcejeó hasta llevarla a la cocina. Su objetivo era abrir el cajón de los
cuchillos. Mientras lo calmaba e impedía con su propio cuerpo que abriera
la gaveta, recordó que tenía una llave escondida en un mueble, como en el
cuento de Barbazul, la llave era una llamada de
atención, debía abrir la puerta, debía ver detrás de la puerta prohibida. Le
pidió a su hija mayor que buscara la llave y abriera la
puerta, pudieron huir.
“No hay necesidad
de aguantar, porque al alejarse siempre lo que viene después es mucho mejor”.
Hoy,
Natalia cuenta el episodio desde su apartamento, en el que vive con sus hijas
luego de que una jueza comprobara la situación de abuso. Él está en casa de sus
padres, con una orden de alejamiento, y un dispositivo electrónico en el
tobillo que le impedirá acercarse a ella y a sus hijas en dos años. Pasado
este período, se decidirá si la custodia pasa a
ser compartida si él supera su adicción a las drogas y el alcohol.
Durante este
tiempo, esta superviviente cordobesa tiene la custodia total de sus hijas, ha
comenzado el proceso de divorcio y la apoya un abogado de oficio que le otorga
la comunidad autónoma de Andalucía, por ser un caso de violencia de género.
Hallar la llave que
le permitió salir de su confinamiento interior le está permitiendo reconstruir
su vida y la de sus niñas. Las lleva al parque, sin el temor de recibir un
mensaje de texto o una llamada de regaño por haberse pasado la hora que tenía
permitida. Sus hijas se sienten tranquilas. Para ellas ya comenzó la
desescalada de la violencia.
El gas silencioso de la violencia psicológica
Lo que vivió día a día Alejandra en el confinamiento no dejó huella física, pero sí una gran herida psicológica. Estuvo forzada a convivir con su expareja con la que desde hace un año intenta separarse, y que a causa del COVID-19 se paralizó su juicio de divorcio pautado para mayo de 2020.
Lo que vivió día a día Alejandra en el confinamiento no dejó huella física, pero sí una gran herida psicológica. Estuvo forzada a convivir con su expareja con la que desde hace un año intenta separarse, y que a causa del COVID-19 se paralizó su juicio de divorcio pautado para mayo de 2020.
Ella de 41 años y
su ex pareja de 40, junto con su hijo común de siete años,
tuvieron que vivir confinados en su casa de Madrid. Jorge, su agresor, fue
socavando la percepción de la realidad de Alejandra. La torturaba de diferentes
maneras como mantenerla confinada a la habitación donde dormía y la habitación
donde teletrabajaba, grabarla, espiarla y vigilarla continuamente, no
permitirle estar por mucho tiempo en los espacios compartidos como la cocina, e
insistirle en que su mera presencia era motivo para provocar una confrontación,
y lo más grave: no permitirle ver a su hijo por semanas, castigar al niño
cuando mostraba afecto hacia ella.
Lo que sufre
Alejandra es lo que los psicólogos denominan Luz de gas o gaslighting,
un tipo de violencia donde el maltratador trata de todas las maneras posibles,
para alterar la percepción de la realidad de la víctima y socavar la confianza
en sí misma y su autonomía.
“Como no deja
huella física, en mi cabeza no cabía que era maltrato. Sabía que él no me trataba
bien, pero pensaba que sencillamente no me quería. En unas vacaciones me
enfermé, y para castigarme me dejó en la habitación sin cenar. También solía
subir y bajar las persianas para no dejarme dormir, me permitía solo ver a mi
familia una vez al mes. No me hablaba, solo para hacerme broncas, no me
permitía contratar ayuda para la limpieza, tenía que hacerlo todo…".
Es un maltrato
igual o más dañino que la violencia física, pues también afecta la salud mental
y física de la persona maltratada. Además de tener episodios de ansiedad e
insomnio, Alejandra sufre de lumbagos como una somatización del estrés. En el
confinamiento, tuvo episodios en los que no podía
respirar y al final no se pudo detectar si realmente ella tuvo el coronavirus o
si fueron episodios de pánico. A su situación personal, se suma el duelo de
haber perdido a su abuela por el COVID-19 y la preocupación de que una de sus
hermanas estuvo muy enferma también por el virus.
Su hijo ha estado
sufriendo espasmos y luego de un estudio médico detectaron que eran tics
nerviosos por la situación de estrés que está viviendo, a causa del maltrato de
su padre hacia su madre.
“Tengo un buen
trabajo en marketing, tengo estudios,
aparentemente no soy el prototipo de mujer maltratada…".
Al sentirse
confundida y deprimida, decidió buscar ayuda psicológica con un terapeuta,
quien le confirmó que su situación provenía de la silenciosa tortura en la que
la ponía su pareja. En su trabajo ha tenido el apoyo de sus compañeros y del
departamento de Recursos Humanos, quienes organizaron una charla corporativa
para detectar signos de violencia de género entre los compañeros.
También sus padres
y hermanas la apoyan completamente, la han guiado en la búsqueda de apoyo
psicológico y respaldan por completo sus decisiones. Sin embargo, es usual en
casos como los de Alejandra, que la familia, aun cuando de
manera temprana nota las agresiones por parte del agresor, se mantiene al margen para evitar intervenir por un respeto o temor a afectar el ámbito
privado de la pareja.
“Desde que le
dije que me quería separar, su actitud sin llegarme a pegar es agresiva: da
golpe a las puertas, tira comida al suelo…".
Alejandra no se
pudo ir de su propia casa en el confinamiento, porque está en pleno proceso de divorcio.
Irse implicaba, en cierta manera, perder la custodia de su hijo y también un
riesgo de perder su propiedad. Ella interpuso su separación en abril de 2019, y
se espera que el juicio definitivo sea para finales de julio de 2020.
Aun cuando tiene un
caso sólido, es probable que Alejandra no obtenga custodia plena de su hijo, ya
que el agresor niega todo el abuso, además de exigir una indemnización
económica porque ella es la principal fuente de ingresos en el hogar.
La batalla de
Alejandra todavía no está ganada, aún queda el juicio pendiente, pero ella
espera pronto dejar atrás esta experiencia terrible, quiere cerrar el ciclo
para poder decir que ya no está atada quien un día amó y fue su
maltratador.
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