Ecuador: Madres violentadas en el confinamiento
Sin saber una de la otra, dos mujeres inmigrantes comparten la experiencia de vivir episodios de violencia, que se exacerbaron durante la cuarentena. Ser extranjeras las ha hecho más vulnerables ante los abusos de sus parejas y excónyuges, respectivamente
Texto: Zurya Escamilla |Yasmina Yeril Hera |
Con colaboración con Jefferson Díaz
Con colaboración con Jefferson Díaz
Ilustración e infografía: Grecia Nexans
La batalla por recuperar a su hijo
El pánico envolvió a Jessica [*]. Aunque la
discusión con su pareja y la familia de él, una vez más, le había descompuesto
el ánimo, lo que realmente la atemorizó fue la ausencia de su hijo, de dos
meses de edad, a quien no encontró en la cuna. El pequeño había desaparecido
apenas unos minutos después de que ella fuera a lavarse la cara, producto
del altercado que había tenido con Arturo, el padre del niño y su pareja.
Corría la última semana de abril. Hacía más
de un mes que el gobierno ecuatoriano había anunciado el primer decreto ejecutivo
que daba inicio también al primer estado de excepción para prevenir la propagación
del COVID-19. Ese viernes en la mañana, los conflictos que ya
tenía con los familiares de su pareja, a quien llamaremos Arturo, se
avivaron por teléfono con la madre de él.
“Ya teníamos muchas discusiones porque ellos
no me aceptaban desde que quedé embarazada. Siempre me ofendían por ser
venezolana, “veneca”, me decían, o que las venezolanas
somos prostitutas o ladronas, y ante cualquier situación o problema que había
en la familia querían involucrarme (..) ya estaba cansada de tantas humillaciones
(...) ese día exploté y también la insulté cuando ella me ofendió (…)
tampoco soy una boba”, relató.
La respuesta de Jessica ante los insultos de
la madre de Arturo, entre los que se incluyeron en estos últimos ataques
xenófobos, lo molestaron tanto a él que, en el reclamo, le lanzó platos
y otros utensilios al piso, además de empujarla y halar sus cabellos. Solo se
detuvo cuando ella empezó a defenderse y a regresarle los platos.
“Estaba obstinada, hasta la persona más
cuerda llega a su límite. Él me gritaba que era una loca, pero yo estaba cansada
de las humillaciones”, relató.
La discusión con él le causó sangrado por
la nariz y un hormigueo en el cuerpo, tal como le había ocurrido en el pasado cuando
se le subía la tensión en pleno embarazo, recordó.
Jessica, de 27 años de edad, quedó sufriendo de hipertensión,
tras vivir un embarazo de alto riesgo, cuyos últimos meses de gestación
pasó en un refugio, debido a que fue desalojada a la calle por no pagar
la renta que Arturo había prometido cancelar en aquella oportunidad, antes de
los continuos conflictos familiares los llevaron a separarse, hasta
darse una oportunidad de nuevo.
Pero ese viernes en la mañana del mes de abril,
Jessica se arrepintió de haber regresado con él. La mujer fue a la ducha para tratar de
calmarse por el pleito, pero al salir del baño se consiguió con la sorpresa
de que su bebé, a quien había dejado en la cuna, ya no estaba.
Tampoco su pareja ni sus documentos de identidad. Arturo se los había
llevado junto a una pañalera.
Desesperada, caminó las 12 cuadras que la
llevaron hasta la casa de la mamá de él para buscarlo y pedirle que le
devolvieran a su hijo y sus documentos, pero al llegar, recibió ofensas y
la negativa de la familia de entregarle el niño.
“Lloré desesperada en la puerta de esa casa,
imploraba que me lo devolvieran, es mi hijo cómo me lo iban a quitar”, les
decía. Pero solo se quedó con un portazo en la cara, sin nadie que la apoyara.
“Me gritaban que estaba loca, drogada, para que los
vecinos escucharan y como no tengo papeles, amenazaban con llamar a
migración”, contó entre lágrimas.
Cuando Jessica emigró a Ecuador, en 2018,
tenía 25 años, y una de las primeras personas que conoció fue al actual padre
de su hijo, de 36 años. Ambos trabajaban en el sector automotriz. Al poco
tiempo se enamoraron y ella quedó embarazada. Aunque en un principio la
aceptaron, cuando la familia supo que esperaba un bebé la relación se hizo
tormentosa entre ellos, aseguró. A tal punto que a los cuatro meses de
embarazo Arturo decidió dejarla, pese a la promesa de que a ella y al
bebé no les faltaría nada.
Sin trabajo y sin dinero, terminó en un refugio
que aloja a inmigrantes en condiciones de pobreza extrema y con ocho meses
de embarazo, luego de que el dueño del arriendo donde vivía botó sus
pertenencias a la calle por retrasos en el pago. Las tensiones que vivió
desde el embarazo y los continuos conflictos le pasaron factura a la salud de
ella y del bebé, quien nació en condiciones críticas.
El día que dio a luz, Arturo y su madre, quien en
el pasado le había dicho que ese hijo no era de él y que se embarazó para
obtener los papeles, le ofrecieron disculpas y le pidieron que se fuera
a vivir con ellos. Cuando lo hizo, descubrió que la familia tenía fuertes
antecedentes de violencia doméstica, en especial por parte del hijo mayor,
y hermano de Arturo, quien de manera frecuente agrede físicamente a la madre. El
hombre también tiene antecedentes de agredir a su expareja, a quien le
había arrebatado a sus hijos en una situación similar como la que ahora vivía
ella.
“Esa fue la peor decisión que pude haber tomado, nunca
debí regresar con ellos”, se dijo a sí misma, ahora que recordaba el
pasado frente a la casa, mientras gritaba y pateaba sin cesar el portón y exigía
que le regresaran a su hijo.
“No me
importó siquiera que su hermano me pegara para quitarme del portón, yo no
me iba ir de allí hasta que no me dieran a mi hijo”, agregó.
Jessica reconoce que entró en desesperación a
medida que pasaban las horas. Vecinos de lugar intentaban calmarla y en
apoyo le dijeron que llamarían a la policía para ayudarla.
Su sorpresa sería que la familia de su pareja también
llamaría a oficiales de la zona, cuya policía tiene estrechas relaciones
con ellos, asevera, porque Arturo “es compadre
del jefe de la policía y su hermana sale con un sargento”, denunció.
“Llegaron dos patrullas con cuatro policías y
entraron a la casa. Luego al salir me dijeron: 'Señora, si usted no se calma vamos a llamar a
migración y detenerla por hacer un escándalo en la vía pública, en pleno
toque de queda' (…) yo les
dije que llamaran a migración (…) lo único que quería era que me devolvieran
mi hijo, ellos lo tienen y además me golpearon”, les dijo a los
funcionarios en referencia a los puñetazos que recibió del hermano de su
pareja, en la cara y en la mano, cuando pateaba el portón en reclamo por su
hijo.
Jessica recuerda que uno de los agentes que “me vio
llorando desesperada” logró conmoverse y con disimulo le dijo que le
facilitaría el número de una ONG “que ayuda a los venezolanos” y de la
DINAPEN (Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y
Adolescentes).
“Poco después llegó una funcionaria y los
policías se fueron. Yo estaba tan alterada por la rabia que me desmayé (…) los
vecinos llamaron a los bomberos, quienes me atendieron. Lo único que
pudo tranquilizarme fue cuando caí en cuenta de que la funcionaria de la DINAPEN
de verdad me iba a ayudar”.
“Señora, aquí nadie le va a quitar su hijo, así
usted no tenga papeles ese es su hijo y nadie se lo va a quitar (…) y acá
no se acepta la xenofobia”, le respondió la representante de DINAPEN a la madre
de Arturo, que desde la casa la seguía insultando.
Y así fue, gracias a la mediación de la funcionaria,
la madre de Arturo tuvo que reconocer, después de mucho negarlo, que el pequeño
sí estaba en su casa y que incluso en este tiempo su madre no lo pudo
amamantar. Habían pasado ocho horas, desde las 9:00 de la mañana, cuando se
lo llevó Arturo, hasta las 3:00 de la tarde, cuando finalmente lo recuperó.
En consecuencia, su pareja fue detenida, por poco
tiempo, bajo el delito de violencia intrafamiliar por los hechos ocurridos
en una vivienda del barrio San Miguel, en el sector Calderón (Panamericana
Norte), ubicado en la ciudad de Quito.
Después de resistirse, el hombre accedió a
entregarle también sus documentos. De acuerdo con la boleta de auxilio y
restricción emitida por el poder judicial, en el mes de mayo, Jessica recibió
una medida administrativa de protección inmediata que ordenó la restricción
de Arturo, tanto sobre ella como del niño, y se le otorgó un dispositivo de alerta
electrónico, más conocido como botón de pánico. La medida se dio tras la
denuncia ventilada ante la Comisaría Nacional de la Policía, en la parroquia
San Antonio de Pichincha, cantón Quito.
Lidiar con la xenofobia
Tras el episodio una ONG, que atiende a venezolanos
en Ecuador, intentó conseguirle un albergue. Estaba previsto que se
resguardara en la Casa de la Mujer, en Quito. No obstante, le exigieron verificar
su condición de salud para asegurarse de que no tuviese coronavirus ante la
emergencia sanitaria mundial, pero “no tenía los 180 dólares para hacerme
una prueba, ni quién me los prestara”, como le exigían para recibirla. De no
tener la prueba, debía buscar un certificado de salud en los hospitales
públicos, pero esa tampoco era la mejor opción ante el colapso provocado por la
propagación del COVID-19 en Ecuador.
Así que acudió a un centro de salud junto al
representante de la ONG que le dio acompañamiento. Sin embargo, la médico de
turno la increpó y le dijo que ella no recibía a venezolanos. Cuando
finalmente la especialista se vio obligada a atenderla, tras la advertencia de
la ONG, que le recordó que eso constituía xenofobia, la médica alegó que
no podía otorgar el certificado porque no tenía autorización, así que no
pudo entrar a la sede de la Casa de la Mujer, en Quito, como se había intentado
prever, pues carecía del documento de salud.
Desde entonces, han sido meses duros para
Jessica y su bebé. Ambos han pasado por tres albergues temporales antes
de conseguir uno que tuviera las condiciones mínimas para poder estar
tranquilos. Uno de ellos fue la Fundación Nuestro Jóvenes, una institución
privada sin fines de lucro, que trabaja por y para los grupos de atención
prioritaria. Finalmente, llegó a un
refugio donde permanece aún, mientras pasa la pandemia y puede reorganizar
su vida alejada de Arturo, quien, días después de lo ocurrido, la seguía acosando
por mensaje.
Cuando las palabras hieren
En el caso de Andrea [*], otra víctima de violencia
durante la cuarentena, la puesta en marcha del decreto de estado de excepción
del 16 de marzo, vino a ser un ingrediente más a un problema de violencia verbal
y psicológica que ya venía arrastrando en silencio. Ella llegó proveniente de
Venezuela a Ecuador, en 2016, junto a su esposo Jesús y sus dos hijos, hoy de 14
y siete años de edad. La familia se estableció en la ciudad San Miguel de
Ibarra, capital de la Provincia de Imbabura, a 114 kilómetros de
Quito.
Cuenta que eran frecuentes los insultos y
humillaciones que él descargaba sobre ella. La situación se hizo tan
insostenible, en diciembre de 2019, que le advirtió que acudiría a la Policía Nacional,
con la intención de que el hombre abandonara la vivienda ante el
maltrato que estaban percibiendo, pero él la amenazó.
Le dijo que no se iría porque él pagaba el arriendo y los servicios.
Las tensiones en el hogar aumentaron.
Esta vez las agresiones verbales apuntaban al hijo varón y mayor de
Andrea, producto de su primera relación. Tanto así, que los continuos atropellos
la llevaron a denunciarlo, finalmente, ante las autoridades.
Poco después, el hombre perdió su trabajo
casi inmediatamente de la publicación del decreto de aislamiento obligatorio.
Sin embargo, desde enero había dejado de pagar la renta de la casa, sin
avisarle a Andrea, quien lo supo a los tres meses, lo que puso en riesgo la
estancia de todos en el hogar.
También dejó de aportar dinero para la comida y
los servicios. Lo único que hacía era amedrentar, gritar, acosar y lastimarla
a ella y su hijo mayor. El nivel de agresión
psicológica y verbal se hizo tan hostil y peligroso en la convivencia, que ella
se vio obligada a volver a solicitar el apoyo de la policía, llamando al Servicio
Integrado de Seguridad (ECU 911) para
obligarlo a que, en esta ocasión, sí abandonara la vivienda.
Andrea recuerda el episodio con tristeza y
pena porque su pareja mantuvo las ofensas y la actitud violenta incluso
frente a la policía, quienes le advirtieron al hombre que si no se calmaba
sería detenido. No obstante, el sentimiento que todavía la une a él preló en
ese momento y decidió no denunciarlo formalmente.
“Señora, tiene todos los argumentos para
denunciar a su esposo. Incluso con nosotros acá se atrevió a violentarla
verbal y psicológicamente”, le advirtió el oficial de la policía.
Por su cabeza pasaba la idea de que en la
cárcel Jesús sería maltratado. “No quiero tener cargo de conciencia con mi hija
por haber metido a la cárcel a su padre”, comentó apenada.
Jesús no volvió a la casa. La pareja se encuentra separada actualmente. Los
une, además de su hija en común, la obligación de cumplir el contrato de
arrendamiento, pero es ella ahora quien sostiene el hogar. Tuvo que
asumir el compromiso de los pagos pendientes que dejó su pareja, para
mantenerse en la vivienda. Y pese a la pandemia, ha tenido que salir a
trabajar aseando viviendas o dedicarse a la venta en el comercio
informal.
No obstante, el acoso y los insultos no han cesado.
Jesús la llama constantemente con la excusa de hablar con la hija
de ambos, pero antes de que le comunique a la niña, la insulta.
“Tú eres una mala madre, floja, y en cualquier
momento te voy a quitar la custodia”. Es el mensaje que le sigue dejando,
mientras intercala con insultos.
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